En ¿Qué son las revoluciones? Guy Davenport
escribió: “No ha habido un solo minuto de paz en el mundo desde la batalla de
Waterloo.” Davenport recién cumplió una década de estar muerto (Carolina del Sur;
1927-2005). Si se sopesa bien, decir que un muerto cumple años es algo absurdo
y, sin embargo, es una cómoda costumbre que debe respetarse. Yo preferiría
decir: “Hace diez años que Guy Davenport regresó a la eternidad”, pero sería un
gesto grandilocuente. Lo que no me parece pedante es preguntarse qué son las
revoluciones, sin adjudicarle demasiado dramatismo al cuestionamiento. Es
verdad que un espíritu romántico desea que una revolución cambie de un momento
a otro el curso de las cosas y que la mala
vida se torne buena vida gracias
a una acción humana de grandes dimensiones. El tiempo lineal nos da sus propias
respuestas y una de ellas es que los años en la vida de un ser humano
representan una diminuta nube de polvo en el movimiento de las sociedades. Hace
ciento cincuenta años murió Henry David Thoreau y sus conceptos y acciones
relativas a la desobediencia civil, como una manera de oponerse a un gobierno
que pregonaba la guerra, son actuales e incluso novedosas. En cambio, si caigo
en la cuenta de que ha pasado siglo y medio desde la muerte de Thoreau, no
puedo dejar de observar que durante ese tiempo caben a la perfección dos vidas
largas y productivas. Durante ese lapso de tiempo me puedo morir dos o hasta
tres veces.
“Todas las guerras son peleadas por
niños”, escribe Davenport citando un poema de Melville. Los generales mueren en
la cama o en un sillón calentando su copa de coñac, mientras que los más
jóvenes son lanzados a guerras que no comprenden. Y una mañana están frente a
otro niño que no conocen y deben hacerle daño, matarlo si es posible, para
hacer aún más enredado e incomprensible el conflicto en el que de pronto se
vieron involucrados. Tal es la continua tragedia que acecha a los humanos por
más que consideren haber llegado a algún estado de sabiduría a lo largo de su
vida. Es posible que la única revolución que jamás haya tenido lugar sea la
Revolución Francesa. Y su fracaso es suficiente para que más de dos siglos
parezcan tan inanes e insustanciales en la historia de la especie humana (a la
hora de aquilatar el concepto de progreso social). El hombre libre y solidario
que vive en equidad económica bajo un régimen de armonía legal no se ha
extendido. Quizás viva en Dinamarca o Islandia, pero no en Honduras ni en
Grecia. La transformación del bien en mal por obra de la acción humana no se da
de la noche a la mañana y en toda revolución se cometen injusticias y
barbaridades. El tiempo del individuo se consume aceleradamente y su destino es
el de encarnar en un ser socialmente incompleto: toda revolución es parcial,
accidentada, compleja, confusa y dispersa. Al final de ella, un grupo o un
tirano toman las riendas de la confusión e instauran un paraíso destinado sólo
a unos cuantos privilegiados.
“Yo creo que necesitamos una revolución
—escribió Davenport—, aquí, ahora. Quiero que seamos un pueblo libre, feliz y
sabio. Pero cómo vamos a lograrlo, no lo sé.” Y después de lamentarse del
progreso ficticio de su sociedad, de la corrupción de los gobiernos y de la
sórdida irrupción de la tecnología en la vida de personas que apenas si
comprenden que poseen derechos, el escritor estadunidense describe una utopía:
“Como no tengo ninguna revolución racional que ofrecerles, sugiero optar por la
erewhoniana (alusión a la sátira Erewhon, de Samuel Butler). Rescaten su
cuerpo del cautiverio del automóvil; rescaten su imaginación del aparato de
televisión; rescaten sus habilidades manuales de los fabricantes; rescaten sus
mentes de los argumentos de la necesidad; rescaten la paz de la guerra perpetua;
rescaten sus vidas: son suyas.”
El ritmo de mastodonte con que avanzan las
sociedades hacia un horizonte de justicia y felicidad —si es que hacia allá
avanzan— se tomará la vida de varias generaciones de seres humanos. Entre
tanto, la vida propia y personal se consume y es ella la que exige una
revolución, un cambio en la mirada de las cosas, una crítica y una vuelta
ética. Y todo ello mientras los niños siguen haciendo la guerra o practicando
negocios turbios (que es otra manera de hacer guerra y aniquilar a los
ejércitos de pobres que vagan por nuestro extenso campo de batalla).
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 25
de mayo de 2015.