¿Qué
puede llevar a un hombre a salir de su casa todas las noches y visitar antros,
bares, casas desconocidas, entablar conversación con extraños, despertar en
camas ajenas y beber toneladas de licor hasta delirar y convertirse en una
versión disparatada de sí mismo? No puede ser sólo el afán de divertirse o de
obtener placer; es también o sobre todo el impulso el que lo mueve a la
aventura y a la travesía nocturna. “De la destrucción nacerá la primavera.”
Esta exclamación de Holderlin expresa la esencia de la voluntad heroica que
mueve al conocimiento del mundo y de uno mismo. Cuando uno vuelve de madrugada
o días después de un periplo lúdico tiene la sensación de que ha vuelto
material y simbólicamente de una batalla en la que destruirse es un rasgo fundamental
de la victoria. ¿Y qué escenario más adecuado para el combate heroico que la
noche? Todos los caminos románticos conducen hacia la autodestrucción, concluye
Rafael Argullol y tal afirmación no puede ser más certera. El sencillo hecho de
ver pasar el tiempo nos consume, pero el sentimiento trágico que en algunos
provoca la caída en el tiempo o el continuo desvanecerse en vida hace más
evidente el final. El romántico busca adelantar la muerte, provocarla, para así
vivirla en un instante en el cual se condense la vida. Tal instante puede ser
una noche de juerga, una visita hacia las entrañas nocturnas o los bajos fondos
de la ciudad. La religión individual que profesa el aventurero nocturno es
lúdica y se halla expuesta a múltiples vaivenes; el vagabundo romántico suele
abominar de los planes premeditados y se interna, como el guerrero quijotesco,
en busca de delirios que se tornan reales y peligrosos. Para Holderlin, la vida
planeada, serena y sin sobresaltos era una vida muerta; Dostoiewski detestaba las
ciencias naturales y las acusaba de haberle echado a perder la vida; John
Keats, como sabemos, odiaba las matemáticas y el agrimensor de El Castillo, creado por Kafka, consumía
sus días sin medir ningún espacio ni realizar cálculo alguno. El Espíritu romántico
avanza lejos del orden y repudia la medida precisa, se resiste a habitar un
mundo explicado y prefiere vivir la naturaleza que conquistarla. En todo caso
sus conquistas son golpes de efecto, guiños, simulacros. Por ello la travesía
nocturna pasa del levante a la deriva, del estruendo a la calma. Los bajos
fondos de una ciudad inmensa, sus drenajes borrachos y las coladeras negras y
festivas animan tal travesía y la estimulan. Y cada vez que un escritor, un
artista o cualquier persona más afortunada se vanagloria de haber navegado en
esa oscuridad urbana y metafísica continúa el camino trazado por los románticos
de todos los tiempos. La ciudad de México es, debido a sus dimensiones, una
estación en el infierno y también una fuente de vida. Ninguna razón prudente podría
explicar el hecho de su supervivencia. El historiador Antonio García Cubas
aludía con dolor a los pendencieros, ladrones y basura humana que una vez
apagado los faroles de los balcones y comercios transitaban por las calles
oscuras de la ciudad a finales del siglo XVIII. Ha sido un largo transitar
desde entonces y en ese camino la mancha urbana ha crecido hasta ahorcar y
acabar con una ciudad de dimensiones humanas.
La gran
ciudad hoy se ha tornado monstruosa como concepto, aunque habitable si uno
conoce el paradero de sus escondites o remansos. La calma soterrada convive hoy
con la tragedia repentina y para quien haya vivido a fondo la ciudad no habrá
más posibilidad de distancia: a una exaltación de aventura se une la conciencia
de la pérdida y el terror. Isaiah Berlin al referirse a los románticos dice que
éstos “oscilan entre dos extremos: el de un optimismo místico y el de un
pesimismo aterrador; y esto provoca que sus escritos sean de calidad desigual.”
Berlin tiene razón, la enfermedad y la salud son los polos del espíritu
romántico y la ciudad de los tres siglos recientes el más importante escenario
de su actuación. Tal vez el momento de esconderse y dejar de aventurarse en la
noche y en la calle sitiada por extraños ha llegado. Si no para la época
actual, al menos para mí.