A la
casa de mi abuela llegaba a visitarnos una mujer blanca, joven, delgada, guapa
y de boca pequeña y gestos delicados. Era la tía Rosario a la que todos en mi
familia conocíamos como la tía Chayo.
Ella vivía en Estados Unidos, había nacido allá y su español era gracioso,
accidentado, pero fluido. Yo tendría alrededor de ocho años y estaba enamorado
de ella. Nos visitaba una vez al año por lo que yo aguardaba su visita, ansioso
y —fiel desde entonces a mi carácter—, temeroso de que ella suspendiera su
viaje. Navidad, la celebración de un cumpleaños o la llegada de los Reyes Magos
resultaban tonterías y estúpidas invenciones humanas comparadas con la llegada
de la tía Chayo. Cuando mi familia dejó la casa de mi abuela para mudarse al
sur de la ciudad la ilusión desapareció, la tía ya no regresó a México y fue
olvidada, la fétida turbulencia de la adolescencia me absorbió, la escuela, el
nuevo barrio, las peleas a puño limpio en mi escuela; en fin, hasta que a mis
dieciocho años tomé la decisión de viajar a Estados Unidos. Nadie en mi
familia, excepto mi abuela, había viajado al extranjero, mas todos estuvieron
de acuerdo en que debería hospedarme en la casa de la tía Chayo, en Stockton,
California. Cuando la tía fue a recibirme al aeropuerto de San Francisco, más
bella y amable de lo que yo recordaba, sufrí una conmoción interior que ella
debió descubrir en mi gesto tarado y en mi balbucear enfermo. Noté sus senos
breves, dibujados en su vestido de tela y supe que mi vida cambiaría y que la
novedad del viaje a California pasaba a un segundo término. Había llegado al
lado de mi amada tía y el sólo estar cerca de ella me convertía en su
monaguillo, en su mono palafrenero, en su ujier inesperado e impaciente de servirla.
En seguida me enteré de que trabajaba en el servicio postal de la ciudad, que
tenía un niño de siete años, hijo de un hombre que la había abandonado, un
pretendiente cuyas visitas a su casa eran semanales y un hermano, héroe de la
guerra de Vietnam y borracho que la explotaba abusando de su generosidad y amor
de hermana. La realidad nos imponía su manto gris e inevitable, pero mi amor
por ella continuó y cuando el hijo dormía, o el hermano borracho se quedaba
tirado en el jardín o en un bar, ella y yo conversábamos hasta entrada la
madrugada, me permitía ver sus piernas y sentarme cerca de ella, tocarla y
entrar a su recámara.
Algún día escribiré la historia completa,
me la contaré a mí mismo para entrar de nuevo a aquella casa de madera, amplio
porche y jardín, en Stockton, y visitar de nuevo a mi tía. Por ahora escribo
esta nota como apostilla imaginaria a la lectura que acabo de hacer de una
novela que en los años cincuenta vendió millones de ejemplares y que narra la
historia de un huérfano que es puesto al cuidado de una tía excéntrica y fuera
de lo común. Me refiero a La tía Mame,
de Patrick Dennis, escritor estadunidense que muriera hace ya casi cuarenta
años. No me resulta difícil descubrir por qué la novela fue, en un principio,
rechazada por tantas editoriales. El humor excedido, la pantomima, el dibujo
pantagruélico y desorbitado de una mujer en apariencia chiflada y que de pronto
tiene a su cargo la educación de un niño sensible y observador, no debieron
convencer a la crítica de su tiempo. El humor es un arma literaria muy delicada
la cual sólo unos cuantos logran dominar. La risa asusta y avergüenza. El
crítico y el intelectual que ríe se ven a sí mismos como monos (a no ser que
estén ebrio). Al leer esta novela y conocer la historia de su publicación no
puedo evitar recordar La conjura de los
necios, de John Kennedy Toole, cuyo autor se suicida cuando su novela es
rechazada por un número respetable de editores. Todos conocemos la historia
trágica de Kennedy Toole, y también hemos reído, al menos yo, y generosamente,
al leer las páginas de su novela. En cambio Patrick Dennis vivió y disfrutó la
fama de su creación. Su novela tiene pasajes llenos de pericia y humor, y otros
que exceden la mesura al mismo tiempo que la calidad literaria y, por lo tanto,
pierden fuerza y se transforman en humor ordinario. No me arrepiento de haber
leído esta novela porque además de tejer en el comienzo una narrativa sutil y
cuya sencillez es notable (pese a los excesos posteriores), me ha recordado que
existe una comunidad de tías hermosas que están dispuestas a hacer más amable
la vida y la literatura. Yo he sido beneficiado en ambos aspectos por ellas.
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23
de junio de 2014.