En el
aeropuerto, de pie en las salas de espera, casi nunca sentado, aguardo la
llegada de la tripulación con el único propósito de escrutar la cara y el
semblante de los pilotos. A veces no es posible porque ellos se encuentran ya
dentro de la cabina y no hay manera de echarles una ojeada. Cuando era yo más
joven, las aeromozas concentraban toda mi atención durante los vuelos y no
tenía ojos más que para ellas. Soñaba con que una turbulencia lanzara a las
azafatas a mis brazos. Sin embargo, los pilotos me son también interesantes
como objeto de auscultación pues de ellos depende mi vida y de alguna manera
toman en mi imaginación el papel de héroes: hombres diestros y preparados que
llevarán la nave cargada de desconocidos a tierra firme. Conducir la nave a
diez mil metros de altura entre las nubes, climas hostiles, vientos irascibles
y luego descender suavemente hasta tocar tierra y detenerse, es una acción que
me produce todavía una admiración infantil. No veo a los pilotos como a simples
empleados de una compañía aérea, sino como valientes y experimentados capitanes
Ahab surcando los siete cielos.
Un piloto de alcohólica apariencia me da,
por lo regular, confianza; se requiere un par de tragos para darse valor y echar
a volar esas toneladas de metal. Los pilotos viejos merecen el mayor de mis
respetos, y si parecen amargados y gruñones, entonces tengo la certeza de que
el avión es guiado por muy buenas manos. En cambio, albergo serias dudas de los
jóvenes, rasurados, perfumados, blancos como un espárrago, tatuados por una
sonrisa inmóvil y que a la menor oportunidad se dirigen a los pasajeros, ya sea
con el fin de señalarles que a la izquierda del avión se encuentra el volcán
Popocatépetl, o para narrarles los pormenores del vuelo. Su afán de monologar
por el micrófono teniendo a los pasajeros de rehenes me despierta un profundo terror.
Como es evidente, todas estas son fobias y manías personales y que,
probablemente, nadie compartirá conmigo.
La nariz roja de Boris Yeltsin, por
ejemplo, me inspiraba confianza. (¿Qué ebrio inteligente va a permitir que la
izquierda tiránica se obstine en gobernar nuestros actos?) Los políticos se
asemejan a los pilotos vía la analogía —bastante demacrada— de llevar la nave por
buen rumbo. ¿Por qué tiene que ser joven un gobernante? Existe la creencia en
exceso trivial de que los jóvenes traen consigo nuevas ideas y de que ellos
mismos encarnan el futuro, y por lo tanto se les permite tomar las riendas.
Nada es tan absurdo como eso. La juventud no es señal de sabiduría, buen tino
ni renovación ideológica. Hay viejos que ostentan posturas novedosas a la hora
de enfrentar los dilemas públicos. Yo doy mi voto porque los gobernantes sean
en su mayoría casi ancianos; aunque sabios y prudentes, claro. Y si dan órdenes
desde unas silla de ruedas no me importa. Doy ahora una definición de
sabiduría, tomada de R. Rorty: “Reservamos el término sabio para aquellos que
logran combinar una gran originalidad con una gran tolerancia.” Es obvio que a
la originalidad y tolerancia habría que agregarle “conocimiento del mundo, de
la naturaleza humana y de la actividad que se desempeña.” Nada dice esta
definición de la juventud, la fortaleza física o la salud. El sabio sabrá si
posee la salud suficiente para realizar un determinado acto o continuar en el
cargo.
Hace varios días un avión se estrelló en los
Alpes (algún personaje decía en una novela de Paul Theroux que si los Alpes
hubieran sido diseñados por los suizos, serían planos). La mayoría de las
versiones dicen que el copiloto de la línea Germanwings, Andreas Lubitz, de 27
años, enfiló el avión hacia las montañas con el propósito de suicidarse, afectado
por una seria depresión o enfermedad mental. La publicación Der Spiegel ha
afirmado llanamente que el joven copiloto estaba loco. Los alemanes no tienen
mucha capacidad para reconocer a los locos, pero después de 1945 han aprendido
un poco (no lo suficiente). Me ha llamado la atención el hecho ya que mi
interés por los pilotos aéreos pasa justamente por esta historia. La tecnología
parece no servir en casos de depresión y locura ya que un copiloto con el síndrome
de Dostoiewski puede llevarse a la tumba 150 personas sin que los sistemas de
precaución tanto en tierra como aire lo puedan evitar. Mas eso no es asunto de
mi competencia. Cada vez que nos ponemos en manos de un guía o un político éste
puede resultar ser un Lubitz y llevarnos al agujero a todos. De pronto un joven
secretario de hacienda entra en una turbulencia menor y decide recortar el
gasto público sin percatarse de que los pasajeros afectados serán millones de
personas. Un Lubitz, sin duda. ¿Y quien detecta su mortal afección? Nada puede
hacerse. Estamos en manos de un ejército de Lubitz. Y los Alpes nos esperan.
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 30
de marzo de 2015.