lunes, 13 de diciembre de 2010

¿MUJERES?


La mayoría de los hombres que hablan mal de las mujeres, en realidad hablan mal de una sola mujer. Esto fue más o menos lo que escribió Remy de Gourmont. Y también dijo que uno se conoce a través de las mujeres con quienes ha tenido una relación. Quiero confesar, no sin el embarazo debido, que el único tema importante que conozco es el que concierne al mundo femenino. Es un tema tan vasto como la astronomía o la física cuántica, pero mucho más misterioso porque no se presta a la conclusión. Cada vez que uno cree conocer las razones del comportamiento de una mujer es que, sin darse cuenta, tiene atada ya una soga en el cuello. Sé que es arbitrario dividir el mundo en hombres y mujeres, pero en estas cuestiones soy un pueblerino. Ya suficientes problemas me causa la atracción femenina como para aumentar mis tribulaciones poniendo atención en otros géneros. Ya hay suficiente filosofía con la ciencia, dijo Quine, con quien no comparto ningún punto de vista, exceptuando, quizás, el antiguo consejo de que no debemos inventar más problemas de los necesarios.

Si un hombre habla mal de las mujeres, siguiendo con Gourmont, habría que preguntarle quién o cuántas mujeres lo despreciaron. Es sano para una buena salud ubicar el origen de nuestros males porque, de lo contrario, culparemos al mundo de las desgracias que provocan sólo unas cuantas personas. A veces una mujer llega a sentir piedad por las penas que ella misma causa, ha dicho Gourmont, y tal verdad me parece una de las formas más crueles de la paradoja humana: sentir piedad por quienes, aún de modo involuntario, son nuestras víctimas. A este sentimiento puede remitirse una buena parte de la humanidad. Sé que es una obcecación de mi parte, pero creo que se reconoce a los hombres observando el rostro de las mujeres que los aman. Es tan sencillo leer en la superficie de esos mapas espontáneos. (Una extraña manía me acosa en los últimos tiempos y es la de pensar que todas las mujeres ocultan algo muy grave y que por lo tanto es mejor no averiguar ni molestarlas con preguntas. Creo que ningún secreto masculino vale lo que uno femenino porque si este último pudiera ser develado el mundo interrumpiría su marcha).

Schopenhauer estaba en contra de la monogamia porque era un hombre sabio, aunque lleno de rencores. La monogamia es en verdad una locura, pero eso es justamente lo que distingue a los humanos de otras especies: necesitamos convencernos de que una extravagancia es verdad. Y este convencimiento es fundamental para crear casas que nos cobijen del constante asedio de las pasiones. Por la misma razón hacemos teorías que damos por comprobadas o ciertas: queremos sentirnos protegidos. El concepto de dama le parecía a Schopenhauer abominable y tuvo a bien a escribir que las damas eran monstruos creados por una civilización europea basada en sus ridículas pretensiones de respeto y veneración. Estas damas, confiaba el filósofo, desparecerán de la tierra y entonces sólo quedarán mujeres. Yo, como Schopenhauer, creo que las damas no han existido nunca excepto en la mente de los hombres más primitivos. Y uno se conoce a sí mismo tratando a las mujeres. Y entre más mujeres sean las que uno trata más mundo habrá para un hombre. Cuando Gourmont dice que él se conoce a través de las mujeres es porque no le queda otro remedio. Ante la imposibilidad de saber quiénes son ellas lo único que le queda es conocerse a sí mismo. He allí un versión sobre el origen de la sabiduría socrática.

Dice Gourmont que un imbécil no se aburre nunca porque se contempla. Y ese aforismo sin más explicaciones me ha puesto a pensar en mí mismo. Mi vanidad me torna un imbécil que no se aburre porque se contempla a sí mismo. Pero a esa actitud le he intentado poner remedio dirigiendo mi atención al mundo femenino. Es la única manera de volverse sabio y en mi vida he dicho cosa más cierta. Permítanme endilgares otra definición de sabio que ya antes he citado en esta columna y que he robado literalmente de un libro de Richard Rorty. Es una definición que habrían de hacer suya también los que consumen su vida discutiendo política o asuntos públicos: sabiduría es la virtud de escuchar a los demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores que las nuestras. Y si además de esta virtud te entregas

—sin esperar comprender— a la contemplación del mundo femenino, entonces te convertirás, sin ninguna duda, en un hombre de bien.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 13 de diciembre de 2010.

lunes, 6 de diciembre de 2010

¿AMIGOS?


Ha escrito Simone Weil, en La gravedad y la gracia, que es imposible perdonar a quien nos ha hecho daño si ese daño nos ha humillado y rebajado. Y sugiere pensar, aun cuando no sea verdad, que ese daño no nos ha denigrado sino que, por el contrario, ha elevado de rango nuestro espíritu. Yo no sé si Simone Weil posee una filosofía ordenada pues me es difícil comprender sus escritos, muchas veces farragosos y crípticos, sin embargo sus momentos de iluminación envuelven al lector y lo transforman por instantes en otra persona. Cuando dañas a alguien impunemente, descansas y permites que sea el ofendido quien consuma esa energía en su sufrimiento o en su necesidad de venganza, escribe Weil. Y añade que la muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre por lo que hacer mal uso de ella es impío y nos rebaja como seres humanos. Matar a medias, mal morir son actos crueles porque su desperdicio afecta nuestra capacidad de vivir una muerte plena, liberadora, absoluta.

Ya he dicho que Weil es un tanto críptica y las frases anteriores nos dan fe de esos turbios e impredecibles razonamientos. Y, no obstante, el lector completa las sentencias o manías místicas de la escritora francesa con las manías propias, como procedo yo mismo ahora en este artículo. En mi opinión la amistad es una de los más grandes privilegios a los que puede aspirar un ser humano. Me refiero a la amistad como a una acción que recorre un campo de aventuras, no cuando es un punto inanimado. Hablo de la amistad cuando se hace evidente y se desborda, no cuando se calcula o se ahorra de manera miserable. Y pese a lo generosa que pueda ser esta relación tiene que terminarse algún día pues, en su ser esencial, la amistad copia a la muerte. No hay amigos para toda la vida, aunque el recuerdo de esos amigos perdure por siempre, nos haga más dignos y vuelva nuestro pasado más honroso. El dilema es que para copiar la muerte hay que tener fortaleza e imaginación y no andar mal matando con rumias cobardonas y degradantes a quienes nos han querido. Por eso, siguiendo a Weil, es imposible perdonar a aquellos que nos hacen daño si no es asumiendo como un gasto de nosotros mismos ya no sus golpes sino su miseria: no saben morir porque su vida siempre ha sido habitada a medias y de esto también tenemos que hacernos cargo nosotros.

"Porque rebosa vida el diablo no tiene ningún altar", ha escrito otro pregonero de la desgracia vital. Y esta frase de Cioran me parece cargada de malvada inocencia porque habla de la muerte desde un rotundo amor por el vivir. Si nos ahorramos la idea del diablo y sólo decimos que quien rebosa vida no requiere ningún trono o altar entonces nos estaremos acercando a una buena concepción de la amistad. La amistad no requiere declaraciones ampulosas para manifestarse, y cuando se transforma en difamación del antiguo amigo, en daño constante y en habladuría permanente entonces rebaja al otro a su condición y lo somete a una carga que no le corresponde, como ha citado Weil unas frases atrás.

En un ensayo de Richard Rorty cuya lectura recomiendo a todas las personas a quienes les interesa la idea de la justicia ("La justicia como lealtad ampliada"), el filósofo dice, en pocas palabras, que si las personas que pertenecen a una sociedad se preocuparan por los desconocidos tanto como lo hacen por sus amigos, entonces la justicia no tendría necesidad de pomposas explicaciones racionales. Bastaría ver en el otro a un amigo a quien se le propina lealtad. Describo esta propuesta de manera somera, pero en esencia consiste en lo que acabo de escribir. Y, sin embargo, la desgracia nos acecha porque si bien podríamos tomar como deseable la propuesta de Rorty yo me preguntaría: ¿qué sucede con tantos amigos que no saben morir y que cada día intentan dañarnos con sus comentarios y con el peso de su vida moribunda? Pues no está claro que la lealtad sea un valor constante en las amistades más fuertes o excepcionales. Hablo de una lealtad que debe demostrarse, para honrar al pasado, justo cuando la amistad termina porque de lo contrario todo se pudre, se mal muere, se hace uno desgraciado. Con esa clase de amigos no se puede hacer sociedad, le objetaría la cruda realidad al filósofo. En fin, yo intento demostrar mi lealtad a los amigos que ya no lo son, y hasta ahora he tenido fortuna. No les hago cargar mi mediocridad en la espalda.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 6 de diciembre de 2010.