La semana pasada
tenía yo la intención de escribir algo en esta columna parecido a lo que viene
a continuación, mas preferí publicar una ficción basada en mis recuerdos de
niño. Escribir ficción posee un efecto medicinal en mí, puesto que me cura de
la necesidad intelectual de reflexionar acerca de las cosas que me importan, o
que creo me importan. A menudo me veo repitiendo que la ficción es la única
mentira en la que realmente creo, pero temo que tal aseveración sea sólo una
deformación de oficio, como le dicen. No importa: cada día que se sucede en su
breve infinitud me albergo en esa bondadosa mentira que solemos llamar literatura de ficción. Lo contrario me
resulta cada vez más incómodo: escribir y hacer públicas mis opiniones. Hace
varios días, una amiga muy querida me pidió auxiliarla en la escritura del
epitafio que se inscribiría en la tumba de su abuela. Me sentí fuera de lugar e
incapaz de brindar alguna clase de ayuda porque, pese a que el aforismo es un
género donde me siento en casa, no tenía yo ningún derecho a inmiscuirme en la
señal escrita y póstuma de una persona que acaba de morir y que no conocí a
profundidad. Me incliné por el silencio y dejé sola a mi amiga cumpliendo con
esa compleja y definitiva responsabilidad.
Después, y todavía apenado o frustrado por
mi renuncia a ser cómplice de mi amiga en asunto tan personal, me encontré con
una cita de Fernando Savater en su Diccionario
filosófico y en el apartado destinado a la palabra o al concepto
“Estupidez.” Vale la pena transcribirlo: “Un buen test para detectar los estragos en nosotros, intelectuales, de la
estupidez, es preguntarnos sinceramente si aún podemos contestar a quien nos
inquiera qué hemos hecho frente a los terribles males del mundo con la cuerda
modestia de Albert Camus: Para empezar,
no agravarlos.” ¿Quiere el intelectual ayudar a remediar los males del
mundo?, entonces lo primero que podría hacer es no agravarlos. Luego de cavilar al respecto pensé que tal podría
ser un epitafio adecuado para cualquier persona que durante su vida no haya
causado demasiado daño a los demás: “No agravó los problemas del mundo.”
Yo quisiera creer que un intelectual es
una persona que no agrava la penuria de quienes lo rodean, sino que la
comprende, reflexiona en ella, utiliza su capacidad racional e imaginativa para
crear soluciones y alternativas a la realidad concreta de la supervivencia. Pero
no es mi finalidad ahora dar alguna definición, y menos exhaustiva, de lo que
es un intelectual y menos de lo que
significan los conceptos o las ideas. Aun así sospecho que un
intelectual tiene la obligación de no ser demasiado estúpido, de expresarse lo
más claramente posible y comprender que la inteligencia misma no es más que una
capacidad relativa. Los ateos no tenemos noticias de ninguna inteligencia
omnipresente o definitiva que nos abarque. La misma idea de inteligencia es
metafórica y abstracta, literaria y fantasiosa, lógica e introspectiva,
subjetiva y estadística. Uno tendría que esforzarse en hacer las preguntas
correctas y en no desperdiciar su erudición respaldando opiniones o ideas que no
va a poner en riesgo a la hora de conversar o discutir. Hay que esperar a ser convencido.
En otras palabras, creo que esforzarse por construir las preguntas adecuadas
tomando en cuenta la complejidad que reviste cualquier asunto mundano no es un
ejercicio sencillo. Una vez que, si tenemos suerte y paciencia, hemos llegado a
hacernos buenas preguntas, entonces las respuestas caerán del árbol por sí
solas.
Al respecto y porque tiene relación con los
párrafos anteriores, cito un libro de John Gray cuyo título es sugerente: El alma de las marionetas. Es un libro
algo deshilvanado, pero convincente si uno no ha profundizado, por ejemplo, en
el gnosticismo de principios de la era cristiana hasta su nuevo repudio
neoplatónico encabezado por Plotino. Sin embargo, se trata, el libro, y me
parece loable, de un esfuerzo por ahondar en el concepto de libertad e intentar mostrar que los
seres humanos, aun siendo movidos por hilos que ellos no dominan, poseen, en la
tierra, en su vida cotidiana y en su ser
marionetas la posibilidad de conocer una libertad relativa y no absoluta
como a la que aspiraban los gnósticos. En opinión de Gray, tanto los
materialistas como los científicos ortodoxos representan una especie de
gnosticismo actual, puesto que creen haber revelado las verdades fundamentales
del universo. Y escribe: “Los racionalistas, tecnofuturistas y evangelistas de la evolución. Todos ellos
fomentan el proyecto de expulsar el misterio de la mente.” Gray insiste en que
busquemos la libertad en cuestiones y hábitos comunes y humildes. Hay algo de
ascetismo místico en su filosofía cuando pregona que sólo criaturas tan imperfectas
e ignorantes como los seres humanos pueden llegar a ser libres, mas sólo si
renuncian a explicarlo todo desde una conciencia absoluta y aceptan su
condición efímera y limitada: su condición de marionetas que no mueven los hilos. En otras palabras, las mías,
sería deseable que los seres humanos no agravaran más los problemas del mundo
con su pedantería lógica y tecnocrática, ni con su afán evangélico de difundir
ideologías definitivas. ¡Qué alivio el que así fuera!
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 12
de octubre de 2015.