Cuando digo “verdad”, me refiero, por
supuesto, a una forma depurada de la mentira, es todo. ¿Por qué pensé en las
chinches? Porque en ese momento una aguda picazón atacó mi brazo derecho. Me
rasqué, discretamente. Entonces recordé a Juan Jacobo Rousseau, el filósofo, el
culpable de la Revolución Francesa, de los hippies y de la contracultura,
recordé que tuvo cinco hijos y que a todos ellos los envío al hospicio. Lo
recordé a él precisamente porque acababa de leer sus Confesiones. Y dije a la
entrevistadora: “Si tuviera un hijo lo enviaría a un hospicio. Presiento que me
“iluminaría” tanto que acabaría yo ciego.” Ella se fue, harta y convencida de
su diagnóstico y de sus verdades. Un hombre que se rasca el brazo mientras dice
tonterías no vale la pena de ser entrevistado. Yo me tomé un trago más y pensé
en que Groddeck, ese escritor amigo de Freud, había inventado un método
infalible para acabar con las chinches: “Mata cada chinche que encuentres, y
cuando hayas matado la última, ya no quedará ninguna.”
Sabemos que Jonathan Swift sugirió que,
para acabar con el hambre en Irlanda, había que comerse a los niños. Es célebre
el ensayo satírico donde hizo pública su idea: Una modesta proposición, se llamaba el ensayo; y todavía es leído
con humor y escabroso placer. Pero hay quien se lo ha tomado en serio y muestra
repugnancia por dicha literatura, como era el caso de la entrevistadora. Yo no
tengo hijos porque no quiero enviarlos a un hospicio, es decir a una ciudad
como el DF o Bogotá. Y, por supuesto, no me los comería.
La pura realidad es que me apena dar
entrevistas, sólo un idiota da entrevistas, es decir un hombre fuerte o un
millonario, pero yo soy un hombre nacido en vano, pienso, y digo, maldita
bruja, la entrevistadora, seguramente tiene varios hijos “iluminadores.” Vaya
luz la que provendrá de su casa. Y los tragos seguían llegando a mi mesa.