miércoles, 28 de octubre de 2015

CANCIONES PARA SILBAR


Ayer en la madrugada, al pie de la letra y de la cama, se me vino la noche encima. Se interrumpió la señal de cable y mi televisión entró en un hoyo negro del que no ha logrado escapar. ¿Y yo? Desesperado, miedoso, rodeado de libros, como si me hubieran arrojado en medio de una selva hostil y desconocida. A las cuatro de la mañana el insomne no tiene a nadie, su soledad es absoluta, es incapaz de leer o pensar con claridad, y en su cabeza los cadáveres despiertan y comienzan a roer la manzana. En cambio, si la pantalla funciona, te olvidas de los remordimientos y de las acciones por las que se te considera una mala persona. Haces a un lado la sospecha de que tu vida no tendrá un buen final y entras en un coma inducido. Toneladas de basura y excremento desfilan ante tus ojos: series policiacas cuya trama un perro educado y bien comido podría resolver; lluvia de disparos y autos que no cesan de perseguirse; la esencia de la escoria humana, de la carne parlante; las celebridades y su alfombra roja —sangre cerebral—, allí, ante mis ojos ebrios y a medio cerrar.
     ¿Alguien recuerda la serie que tenía como estrella principal al caballo Mr Ed, el caballo con voz humana, o a la Mula Francis? (Ya sé, es asunto de viejos, pero el que desee saber más de la Mula Francis que lea el primer capítulo de Crackpot, las obsesiones de John Waters). Éstos eran animales reales, y para simular que hablaban les ponían terrones de azúcar entre los belfos; entonces los equinos torcían el hocico y te daban algún sermón. Tal vez por ello me he imaginado que a todos esos humanos que parlotean en televisión les han colocado terrones de azúcar en las encías, y entonces simulan hablar. Y mientras cambio de un canal a otro, cada veinte o treinta segundos, ruego a los señores del cielo no encontrarme con ningún programa de arte o frente a una buena película, porque entonces no podré dormir. Deberé poner la atención debida y la somnolencia se marchará. Volveré a la cárcel que habita todo ser consciente y animado.
     En una novela de Budd Schulberg —El desencantado— el personaje central, un viejo escritor alcohólico y diabético, Manley Halliday, dice que a él no le gusta la música con demasiados retoques artísticos y por ello prefiere canciones que se puedan silbar. Eso es: canciones que se puedan silbar. En mi caso sucede algo parecido: en la madrugada quiero silbar, huir del excusado en que vivo y silbar hasta quedarme dormido. A esa hora de la madrugada comprendo porque John Cage prefería el plano de una casa a la casa construida. Una casa real es insoportable, tienes que cerrar puertas y ventanas, limpiar, llenarla con muebles y tener una cocina. ¡Una cocina! Eso sí que es estar jodido. Resulta más sabio imaginar, como Cage, una casa en vez de poseerla. El zapping es lo más parecido a tener un plano de la miseria humana en lugar de la miseria en concreto: un verdadero inductor de sueño. Por esta razón, cuando anoche la pantalla de la televisión oscureció, sobrevino la angustia y comencé a caminar de un lado a otro junto a los cadáveres que están enterrados en mi memoria. ¿Cómo estás, mamá?
    Manley Halliday, el personaje ya citado, había sido alguna vez joven, pero hablaba de sí mismo como si tuviera diez años de muerto. Qué hombre tan respetable. Al lado de todos aquellos que aman su porvenir, Halliday hablaba de sí en pasado: era un muerto que buscaba ganarse unos pesos en Hollywood, en el cementerio Hollywood, la letrina, el retrete de los sueños humanos, allí donde la Mula Francis fue alguna vez la estrella más lúcida y más simpática de entre todos los artistas. No ganó un Oscar, pero cuántos terrones de azúcar disfrutó. Sé que estoy divagando, pero mientras no reparen mi televisión no volveré al túnel de la duermevela, al estado de ambigüedad y bella perturbación que merecemos los hombres que escribimos historias, como Budd Schulberg, quien describió a una persona como un muro de piedra que no paraba de sonreírte, ¿cuántos muros sonrientes habré conocido en mi vida? Muchos. Y no me interesa ir más allá.