
La pregunta que se hacía Karl Popper (filósofo
no sólo ligado al racionalismo científico o a la idea de sociedad abierta)
sobre ¿qué debemos hacer los seres comunes para deshacernos de los malos
gobernantes?, se ha trocado en una pregunta que hace todavía algunas décadas
nos habría parecido extravagante o fuera de lugar: ¿Cómo haremos los ciudadanos
o personas comunes —los simples mortales— para deshacernos de los partidos
políticos? Dicho de otro modo: ¿Qué tenemos que hacer para retirarles la
palabra o parte de nuestra palabra? Sé que he llevado a un extremo, tal vez
insoportable y exagerado, las conclusiones de mi incertidumbre, pero después de
varias décadas vividas bajo la impericia política, la cauda de actos criminales
y el aumento de las diferencias sociales y económicas, creo que la alternativa
más seria a una situación semejante es buscar y cultivar formas de expresión y
presión públicas capaces de devolver la voz y la tranquilidad a las personas
honradas cuya existencia no representa un mal social ni un riesgo a la
supervivencia o al orden ecológico.
¿Cómo fincar dicha alternativa? Ya sea
creando nuevas comunidades políticas novedosas en las que se practique la
crítica y el intercambio de opiniones; formando pequeños grupos coincidentes
que, unidos a otros, tengan la oportunidad de presionar a las autoridades y
señalarlas cuando no cumplan con sus obligaciones; tejiendo de nueva cuenta una
red social con la ayuda de la tecnología y la indignación para influir en la
rehabilitación de las instituciones; dando lugar incluso a redes y conexiones
entre los integrantes de partidos u organizaciones políticas distintas que
posean un verdadero interés en el bien común por encima de los intereses de su
partido (no todo político es sinónimo de enemistad pública).
Sabemos que las ideologías se han
debilitado frente al enorme poder de un mercado voraz —Stiglitz, Giddens,
Sartori, etc…— y que por lo regular las militancias derivan en odios y acciones
que sólo sirven al interés personal de los oportunistas e involucrados. Escribí
hace pocos días que los políticos en México (y sus familias) carecen de la
decencia de ser pobres. Incluso aparecen en los medios alegando que sus
fortunas han sido consecuencia de su trabajo. ¿Y la vergüenza de tener tanto
dinero en una sociedad empobrecida? La búsqueda de equilibrio económico entre
ricos y pobres, el afianzamiento de una clase media más educada y menos
consumidora y, en general, el ascetismo, la prudencia y el deseo de servir
tendrían que ser constantes políticas de una política cuyo estado o pacto civil
parece hoy fisurado por el crimen, la corrupción, la impunidad y los malos
gobiernos.
El crimen de Ayotzinapa resulta aún más
cruel e intimidante porque sabemos que un acto así existe en potencia en varios
estados de la república. He allí la raíz del miedo y de la decepción social, de
la zozobra y el desencanto que emana de cualquiera que alimente la esperanza de
vivir no en un país mejor, sino al menos en un país que exista como realidad y
espacio habitable. ¿El entretenimiento vacío, la indiferencia hacia lo social y
el individualismo de la más baja calidad son una elección o una imposición? No
lo sé del todo; mas tengo la certeza de que si partimos sólo de estas constantes
es imposible formar país, justicia e instituciones. Estas últimas —y creo que
en esto lleva razón Amartya Sen sobre John Rawls— no son emanaciones directas y
abstractas de la justicia, sino constructoras y promotoras de ella. Ojalá algún
día se recupere la voz pública para ponerse de inmediato a trabajar en estos
asuntos. Ya estaré muerto.
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 25 de
noviembre de 2014.