Ayer por la
tarde, después de resucitar una vez más, me visitó Lev Tolstoi, el escritor
ruso. Me di cuenta de que su español ha mejorado y no dudo de que, en buena
parte, el avance se deba a nuestras conversaciones. “Ya estás viejo para
aprender idiomas, Lev”. Le he dicho quizás movido por la envidia. Él me
responde: “Tengo ochenta años, soy fuerte y mis convicciones son firmes.” No he
querido informarle que en dos años más va a morir, pues temo que nuestras
charlas se apaguen; cualquiera que se entera de una muerte segura se convierte
en otra persona, y yo con quien deseo hablar es con Lev, o León, como le
decimos en castellano de cariño. También evito mencionar la tragedia del
comunismo soviético, pues ¿quién soy yo para enseñarle historia a Tolstoi? Hemos
dejado atrás el tema de la pena de muerte porque allí nuestras convicciones son
distintas y él se muestra mucho más bondadoso que yo. A León le resulta
inimaginable que se pueda matar a otra persona aludiendo a alguna razón. Se
arranca las barbas cuando recuerda los asesinatos cometidos por el Zar y su
corte, y no da un paso atrás en sus creencias y principios morales. Es un
aferrado, como decimos en México. Yo, en mis momentos de mayor desesperación e
iracundia, concluyo que estaríamos mejor sin media humanidad y que existen
personas que merecerían morir. “Eres un loco —me dice León—, como Rousseau, tú
y él no dudarían en matar a la mitad de la humanidad con tal de salvar a la
otra mitad. Admiré mucho a ese hombre, pero titubeaba y era débil. Yo no comprendo
la justicia si para imponerla debemos matar a un ser humano. Es cuestión de
principios más que de remedios.” Mis objeciones son magras y mis palabras
tímidas porque tengo la impresión de encontrarme ante un santo. “Yo mataría,
León, por defenderme. Y si no lo puedo hacer con mis propias manos entonces me
resignaría. Tu alma anarquista me comprenderá, estos asuntos no pueden dejarse
en manos del Estado. Hay un libro de Albert Camus y de Arthur Koestler sobre la
pena de muerte, pero tú no lo pudiste leer porque a tus ochenta años, Camus no
había nacido y Koestler tenía cinco años.”
“No he leído a esos niños, pero sé que en
tu país suceden masacres a menudo, como en mis tiempos, supe que ayer
desaparecieron doce personas de una taberna —León llama taberna a un antro— en
pleno centro de la ciudad de México. El tiempo no ha transcurrido. Ni siquiera
en mi finca de Yásnaia Poliana logré vivir a salvo de la barbarie.” Cómo
decirle a Lev que tiene razón y que el día de su muerte (20 de noviembre de
1910, para los gregorianos) no significó un progreso en estas tierras lejanas
donde los zares mexicanos de toda clase y oficio continúan gobernando y
haciendo justicia a su antojo. Pero él, que lo sabe casi todo, por eso tiene
barba y años, me dice, un tanto apenado por auto citarse: “Escribí un alegato,
que puede leerse como cuento en donde mi indignación rebasó todos los límites.
Se llama No puedo callarme, ¿lo has
leído? Allí describo los crímenes solapados por la Duma, el Senado, la Iglesia
y el Zar. Ellos viviendo cómodamente, rodeados de lujos, sin mancharse las
manos, permitiendo e incluso azuzando a las masas de campesinos empobrecidos
para que se maten entre ellos. Es monstruoso, no encuentro otra palabra. Apenas
el 9 de mayo leí en el periódico sobre el asesinato de doce campesinos a manos
de otros que supuestamente representan la justicia, pero que provienen de la
misma Rusia analfabeta y empobrecida.”
La rabia de León crecía y sus manos
temblorosas apenas si podían sostener el vaso de leche que le había yo
ofrecido. El relato al que se refería se encuentra en la colección Los
Clásicos, editada por Grolier, y que leí de joven cuando mi padre compraba
enciclopedias para decorar nuestra nueva casa. En No puedo callarme se lee: “Doce hombres pertenecientes a esa masa
cuyo trabajo nos hace vivir, esa masa que hemos depravado y continuamos todavía
depravando por todos los medios a nuestro alcance. Todo esto ha sido cuidadosamente
dispuesto y planeado por unos hombres cultos e inteligentes, pertenecientes a
las clases superiores. ¡No es posible continuar viviendo así! A mí cuando menos
no me es posible vivir así.”
“Exageras en tu comparación, León —le dije,
cuando después de un trago de leche recobró los estribos—, las comparaciones
son exageradas. Aquí las clases altas y gobernantes no son cultas y no han
planeado nada. Sólo se salvan a sí mismas. Se aprovechan de la barbarie y
lucran con ella. Las almas muertas son redituables, si me permites citar a un
compatriota tuyo.” No les relato más de lo acontecido aquella tarde, sólo diré
que cuando Tolstoi se despidió de mí por medio de un abrazo monstruoso, me
dijo: “Perdona mis digresiones, soy un viejo, la próxima vez hablaremos de
literatura.”
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 3 de junio de 2013.