(Apuntes sobre El
siglo de Sartre,
de Bernard-Henri Lévy).
de Bernard-Henri Lévy).
Mientras espera
la muerte, las manos esposadas, Lucie se dirige a los restantes prisioneros
para hacerlos callar: "¿Necesitan todas esas palabras para darse coraje?
He visto morir a los animales y desearía morir como ellos: ¡En silencio!"
Lucie tiene la necesidad de reconciliarse consigo misma antes de ser vejada,
aniquilada por la mano de sus verdugos. ¿Qué tranquilidad son capaces de
ofrecernos las palabras cuando éstas encarnan precisamente lo contrario, la
ansiedad, la necesidad de ocultar el no ser? Pero no es Lucie, en realidad, quien suplica
silencio, sino el escritor que se vale de ella para abjurar de su oficio. Es
Jean-Paul Sartre que, fiel a su costumbre, utiliza sus obras —en este caso Muertos
sin sepultura— para hacernos sentir su presencia. El
Sartre que no puede controlar sus opiniones ni tampoco su desbocada escritura.
Nadie tan adecuado como este escritor, agobiado por su extremo amor a las
palabras, para invocar el silencio, para erosionar la conciencia hasta hacerla
desaparecer. A final de cuentas sólo aquel que ha construido su mundo de
palabras tiene derecho a desear su anulación. Sartre creía en el poder de la
literatura como casi ningún otro filósofo. No creo que se preocupara tanto por
la verdad de sus razonamientos: "No suelo pensar para escribir... La
inspiración no es una idea que nace repentinamente en la conciencia y se
desarrolla. Está en la punta de la pluma." Que la vida se uniera al
pensamiento en el seno mismo de la literatura. Que la escritura nos permitiera
descubrir la humanidad en las ideas. Es ése el objetivo de un escritor para el
que la literatura no es un oficio común sino uno trascendente, una actividad
cuyo poder habrá de permitirnos alterar el orden del mundo. ¿Puede acaso la
literatura comprometerse con una ideología? Encuentro fatal cuya inevitable
consecuencia es el envejecimiento de las ideas, el cansancio de las palabras
excedidas de sentido, puestas contra la pared por un sujeto histórico que se
resiste a desaparecer, es decir, a callar. No es extraño que la generación
posterior a Sartre lo metiera a un catafalco y lo inhumara junto con su
escándalo humanista, sus contradicciones, su pasión política, su exasperante
idealización de la libertad, su insistencia en el poder negador de la
conciencia. No es extraño, por ejemplo, que hastiado del humanismo que Sartre
representaba, Foucault confine al hombre a un papel secundario en la historia
del saber. Finalmente la corriente moralista francesa tan preocupada por el
Hombre hace crisis en Sartre. Después viene el arrepentimiento, la necesidad de
olvidar el rostro de una filosofía comprometida.
El tiempo ha debido pasar
para que volvamos a leer a Sartre con tranquilidad. Tenemos la ventaja de que
no está allí haciendo declaraciones comprometedoras en los periódicos,
desdiciéndose, arrepentido de haber escrito tanto. No puede responder y eso más
que una ventaja es un alivio. "Mi impostura también es mi carácter, te libras
de la neurosis, pero no te curas de ti mismo", escribió en Las
palabras. Ahora que
finalmente se ha curado de sí mismo, ahora que nosotros también nos hemos
curado de su influyente presencia, aparece un libro que vuelve a colocarlo en
la cabecera de la mesa. Lo primero que uno piensa es que se debe a la
desmesurada manía que nuestros contemporáneos muestran por desenterrar a los
muertos. ¿Qué sucede con Bergson? ¿Qué esperamos para quitarle el polvo y
comenzar a lucrar con su resurrección? No, mejor que sea Vladimir Yankelevitch
a quien podemos considerar públicamente un pensador poco apreciado. Esta
impresión se desvanece cuando es otro filósofo, Bernard-Henri Lévy, el que
comienza la exhumación. La experiencia nos dice que ningún pensador actúa sin antes
haberle dado mil vueltas al asunto. ¿Pero por qué un libro de seiscientas
páginas? ¿Por qué la abusiva cita de tantos escritores y filósofos? Un francés
le dedica un voluminoso libro a otro francés que se creía enteramente olvidado.
Además se trata de un título algo rimbombante: El siglo de Sartre. De entrada es sospechoso de narcisismo
nacionalista. El mismo autor se pregunta: "¿A qué se debe que sea Sartre y
no otro el que recoja la antorcha de Gide y a partir de entonces domine la
época?" Sin embargo, la justificada sospecha que después de estas
consideraciones precede a la lectura, se desvanece en cuanto uno se sumerge en
el espíritu de la argumentación. No se suceden muchas páginas antes de que
encontremos la pasión común entre ambos pensadores: las palabras. Bernard Henri
Lévy cree tanto como Sartre en el poder corruptor de las palabras. A quienes no
somos franceses nos parece singular la propensión que tienen éstos a dotar el
pensamiento de efectos literarios, a considerar no sólo que nuestros conceptos
están construidos de palabras, sino que estas palabras embellecen las ideas
para volverlas seductoras. Como si convencer fuera ante todo seducir, pero
sobre todo seducir con palabras. La figura de Sartre aparece entonces rodeada,
sitiada por el estilo de un
filósofo que no cesa de hacerse corpóreo a través de lo literario. No se
trata de un taxonomista abúlico sino de un actor que así como desenfunda la
espada teatralmente rompe en llanto o grita panegíricos a los cuatro vientos.
Esta versatilidad nos propone en consecuencia a un Sartre como el fascinante
personaje de una novela cuya trama es la historia de un siglo. ¿No es ésta la
manera más sensata de abordar a un pensador que vivió como el más
contradictorio personaje de sus propias obras? A un hombre que escribió tan
generosamente es imposible reducirlo a la unidad. No existe un solo Sartre y es
ésta una de las lecciones del libro. Ha sido tan sencillo aunque tan injusto
reducir a este hombre a la prisión de una sola imagen. Que él mismo haya contribuido
con tanto entusiasmo a insistir en sus opiniones sobre todos los temas provocó
que, dependiendo la casa, se le considerara una plaga o un santo. En el libro
de Lévy nos encontramos un mito construido a partir de argumentos, testimonios,
rumores, habladurías e injurias inclusive. Un mito que se produce uniendo
azarosamente a todos los Sartres que tenemos en la mente. Este ejercicio te
lleva finalmente a una confrontación. Tarde o temprano estarás en desacuerdo,
tarde o temprano coincidirás con sus ideas por más encono filosófico o
histórico que hayas alimentado acerca de su figura.
La primera impresión que me
dio La náusea —probablemente
el libro más famoso de Sartre— fue la de que no estaba yo precisamente frente a
una novela. ¿Cómo describir el sentimiento que aborda a un joven cuando cree
que se le están diciendo cosas importantes, cuestiones vitales, asuntos que
serán de gran importancia en su vida futura? El filósofo murmura las sentencias
áridas que el escritor recoge para hacerlas vivir en el lenguaje. Sartre le
escribe a Simone de Beauvoir: "No procuro proteger mi vida a posteriori con una filosofía, lo cual sería
indecente, ni acomodar mi vida a mi filosofía, lo cual sería pedante, sino que
de verdad vida y filosofía sean lo mismo." Esa es una de las razones por
las que a Sartre le preocuparon poca cosa los problemas lingüísticos. Debió de
parecerle una majadería técnica incomparable el que hombres tan brillantes
dedicaran su tiempo a la bisutería mecánica del lenguaje. Las palabras se conocen
cuando se habita entre ellas, no diseccionándolas, ordenándolas, metiéndolas en
frascos.
Nadie puede negar lo
incómoda que puede tornarse la relación entre filosoía y literatura. En el
colmo de la paranoia algunos pensadores —pienso en Iris Murdoch—le han negado a
Nietzsche el estatuto de filósofo. Es mejor no detenerse en este tema a riesgo
de quedarse allí para siempre. Sólo una frase de Lévy al respecto: "...no
parece exagerado afirmar que Sartre, en principio, es el menos dispuesto de los
filósofos contemporáneos a permitir que la lengua —y por consiguiente la
literatura— no sólo gobierne sino también corrompa la labor del
pensamiento." Algo más: Simone de Beauvoir le escribe a su compañero para
decirle: "Cuando lo conocí usted me dijo que deseaba ser Spinoza y
Stendhal a la vez." Esta ambición le vale recriminaciones de ambos bandos.
Los escritores encuentran sus obras literarias demasiado preocupadas por
asuntos de índole filosófica. Los filósofos académicos se resisten a que un
escritor famoso se entrometa en sus campos. Ellos prefieren a Merleau-Ponty y
no están dispuestos a que la haraganería literaria tergiverse o corrompa su
oficio. Estas críticas no lo detienen. ¿Cómo van a detenerlo cuando su deseo es
sacar precisamente la filosofía de los cubículos universitarios? La calle es el
lugar apropiado para fecundar al pensamiento. No las aulas sino los callejones.
Ésta es una de las causas por las que sus relaciones con los filósofos son
ríspidas. Heidegger mismo procura tomar distancia de la doctrina que Sartre
insiste en llamar existencialismo. Además de considerarlo un filósofo menor, el
alemán prefiere, en todo caso, denominarse esencialista (recordemos la célebre sentencia de
Heidegger en la que afirmaba que los franceses sólo piensan cuando lo hacen en
alemán). En realidad la preocupación fundamental de Sartre no es el ser sino lo que se encuentra a sus
alrededores: los objetos cuya existencia es anterior a nuestra conciencia,
objetos, cosas que existen sin necesidad de que una conciencia les proporcione
realidad. Si bien, siguiendo a Husserl, Sartre está de acuerdo en que la
conciencia es siempre conciencia de algo, cree contra Husserl que no existe nada parecido a un ego
trascendental capaz de
constituirse como ser universal que percibe. Escribe Sartre en El ser y la
nada: "El ser
fenoménico manifiesta él mismo tanto su esencia como su existencia." Y
Bernard-Henri Lévy dice al respecto de las cosas: "Su existencia no es
sólo independiente, sino también anterior a la conciencia, que toma nota de
ello." Es ésa precisamente la sensación que se tiene después de haber
leído La náusea: las
cosas existen a la par de los hombres. No ha sido una voluntad divina o una
supraconciencia humana la que ha condicionado su existencia. Están allí, han
sido lanzadas al mundo como los hombres. El ateísmo de Sartre es definitivo.
Escribe Lévy: "Me gusta ese ateísmo de Sartre. Me gusta esa gloria que es
una de las caras de su ateísmo. Me gusta que ese papa del existencialismo rompa de una forma
tan tajante con los principios de la sacristía." Y si Dios no existe
entonces todo está permitido. Sartre lo sabe por lo que no duda en proclamar la
libertad absoluta de nuestra conciencia. No necesitamos a Dios para decidir
acerca de nuestros propios actos. De hecho la conciencia, el para sí, como decide llamarla Sartre, es la
negación del ser que es en sí. El hombre crea sus propios valores sin el auxilio de un ser que se
encuentre más allá de su conciencia. De allí el célebre renglón en La náusea: "Todo lo que existe nace sin
razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad." De allí también
que Henri Lévy, quien afortunadamente nos ahorra las minucias explicativas de
su compatriota, afirme: "¿Las cosas, sin la conciencia, poseen una
materialidad masiva, muda, informe? Es cierto. Pero de todas maneras poseen una
materialidad, mientras que la conciencia, sin las cosas es un lugar vacío, una
nada. Necesita las cosas para existir mientras que las cosas sólo se necesitan
a sí mismas."
Proponerse, aún sin hacerlo
explícito, como el guía de una generación es riesgoso. Tarde o temprano
comienzan a reprochar tus acciones, tus declaraciones, tus contradicciones —naturales en un pensamiento cuya
característica esencial es la movilidad. A muchos lectores de Sartre les pareció
extravagante que en una importante conferencia éste declarara que a final de
cuentas el existencialismo era un humanismo. ¿Por qué después de haber
expulsado al hombre del seno de Dios para hacerlo ocupar un modesto sitio entre
las cosas, se pasaba tan descaradamente a los dominios de un humanismo ya
rebasado? ¿A qué clase de entidad abstracta aludía un filósofo que había
descrito tan bien en sus obras la absoluta orfandad del hombre? Los reproches
son comprensibles, aunque no sé si del todo justificables. Si los religiosos
más consecuentes son los ateos no veo por qué razón un pensador que ha dedicado
tantas páginas a la libertad de la conciencia no va a ser un humanista. Además
de todo se trata de un francés. ¿Qué, no son los franceses, por antonomasia,
los guardianes históricos de esa aburrida entidad que denominamos hombre? Además Sartre puede equivocarse, no
sólo porque tiene de su parte a la literatura, sino porque parece importarle
poco la opinión de su sociedad. Qué escritor tan odiado por sus contemporáneos.
Nos hace saber Lévy: "Lo acusaron de ensuciar Francia y corromper a
su juventud. Salía de los restaurantes cuando entraba él. Lo llamaron víbora
lúbrica, hiena
dactilográfica, chacal
con bolígrafo, rata
viscosa y cáncer rojo
de la nación." Qué
risa debieron causarle a Sartre estos insultos que nos hacen sonrojar si
pensamos en la carga de admiración que suponen. Qué placer parecen causarle
también a Bernard-Henry que transcribe con minuciosidad las injurias que tanto
Malaparte como Céline lanzaron sobre la humanidad del existencialista. Después
de todo no se escribe un libro de seiscientas páginas sobre un hombre que no se
admire profundamente. Y no se admira a una persona si no se desea su
desaparición. Casi al finalizar el libro, el biógrafo filósofo escribe:
"Vivimos la verdad como una aventura, no como una ecuación." ¿No
encarna esta afirmación el perdón a un Sartre aventurero, generoso, cínico? Dos
ejemplos de su cinismo: Cuando se imprime su libro La crítica de la razón
dialéctica, dedicada a
Simone de Beauvoir, le pide a Gallimard que en secreto imprima algunos
ejemplares más dedicados a otra mujer. Segundo ejemplo: Al volver de su primer
viaje a la Unión Soviética no tiene más que elogios para el régimen comunista.
Veinte años después confiesa que sus declaraciones carecían de verdad:
"Cuando alguien te invita no vas a ponerlo morado en cuanto vuelves a tu
casa." En lo relativo a las mujeres su cinismo se vuelve gracia. Siempre
prefirió estar acompañado de mujeres, hecho que desde mi punto de vista lo
absuelve de otros pecados. Escribe Lévy casi al comienzo de su libro:
"Porque Sartre tiene otras mujeres. Como es notorio, toda su vida prefirió
la compañía de las mujeres. Siempre dijo que se aburría soberanamente con los
hombres, que esa mitad de la humanidad apenas existía para él y que prefería
hablar con una mujer de cualquier nimiedad que de filosofía con Aron."
Aunque acostumbraba describirle a Simone de Beauvoir los encuentros amorosos
que tenía con cada una de sus amantes no creo, como asegura Henry Lévy, que ése
fuera su único objetivo. La compañía femenina siempre es restauradora. Más
tratándose de un hombre que se encontraba en el centro de una batalla
intelectual y moral contra su sociedad. Más para un pensador que debía encarnar
en sí la libertad total de la conciencia.
En cuanto a su relación con
el comunismo, las sonrisas se endurecen y las anécdotas pierden brillo. Nos
aproximamos a uno de los temas a los que nadie desea llegar o, por el
contrario, del que casi nadie desea salir. Comencemos por su Crítica de la
razón dialéctica. A
grandes rasgos podríamos decir que es un intento de reconciliación entre el
marxismo y el existencialismo. La objeción más común a este matrimonio es la
siguiente: ¿Cómo es posible que un grupo de hombres libres se sometan a la voluntad de la Historia?
¿Qué sentido tiene haberse exiliado del en sí para caer en la manos de un nuevo Dios? ¿Cómo se
puede justificar el asesinato o el cautiverio de una buena parte de la sociedad
en nombre de su propio bien? En lo personal me parece digamos sórdido que el
escritor de Muertos sin sepultura —uno de cuyos párrafos cité al principio de este
escrito— pudiera expresarse posteriormente de la manera siguiente: "Un
régimen revolucionario debe librarse de cierto número de individuos que lo
amenazan y no veo otro medio que no sea la muerte. De una cárcel siempre se
puede salir. Los revolucionarios de 1793 probablemente no mataron
bastante." Sartre está de acuerdo en que la historia está insuflada de
movimiento, pero que es la acción humana a través de una conducta dialéctica la
que imprime sentido a este movimiento. No se trata de la dialéctica hegeliana
en donde el encuentro entre contrarios produce un efecto emancipador, sino de
un encuentro entre contrarios que más que tener como consecuencia una síntesis
se ensimisma en un movimiento desordenado. En consecuencia la dialéctica no
deviene progreso ni posee una dirección determinada. Lévy nos propone una
interpretación literaria de la dialéctica sartreana: "Es una dialéctica
sin desenlace, sin resolución. Es una dialéctica sin avenencia ni síntesis,
irremediable. Es un motor que, literalmente, gira y acaba con la linealidad, y
por tanto el providencialismo, de todas las demás dialécticas." Conciliar
la idea de un hombre libre con la de un hombre alienado, cosificado, que debe
liberarse es imposible si no es a través de un discurso que en suma no hará
sino acentuar la contradicción. Y es que los filósofos no suelen dar marcha
atrás una vez que se han atrevido a comunicar sus ideas. Asumen como un deber
el seguir sosteniendo sus primeras hipótesis aun a riesgo de contruir sobre un
terreno endeble. Prefieren justificarse que retractarse. Sería tan
decepcionante para ellos comenzar de nuevo. Allí está Sartre llevando en las espaldas
su existencialismo juvenil mientras recorre los terrenos del determinismo
histórico. Pero no siempre es así: en uno de sus arrebatos líricos afirmó que El
ser y la nada era un libro sin valor. Tampoco continuó
desarrollando su Crítica de la razón dialéctica donde habría de probar que la historia
posee una verdad o una inteligibilidad. Las ideas como las palabras en que
aquellas encarnan se debaten en la ambigüedad. A veces nos liberan, pero en
ocasiones se convierten en la más inhóspita de las cárceles. Y también está la
vida. Jamás es el mismo hombre el que piensa que el que vive. Cito un curioso
párrafo de Lévy a propósito de Althusser: "¿Quién habría pensado que un
sabio, un bloque vivo de teoría, un antisujeto como él al que creíamos capaz de
fulminar a cualquiera que en su presencia se dejara llevar por emociones
vulgares? ¿Quién habría imaginado que cuando se preguntaba en qué condiciones
filosóficas y políticas entraría el marxismo-leninismo en el camino seguro de
una ciencia, este hombre que supuestamente despreciaba el psicologismo y, según
creíamos, el amor y sus devociones, podía escribirle a una mujer: Mi bello
amor de ámbar oscuro, mi bello amor de oscura arena." ¿Es que acaso —me pregunto yo— a
excepción de los santos existe alguien capaz de encontrar coherencia entre sus
actos y sus palabras? Se acusa a Sartre de haber abandonado sus principios para
sumarse al comunismo. Se acusa a Heidegger de haberse sumado al sueño
hitleriano. Bernard-Henri Lévy dedica un extenso espacio de su libro a probar
que el sueño de una hegemonía racista no fue precisamente el producto de una
situación circunstancial, sino que representó la naturaleza misma del
pensamiento de Heidegger. Incluso exhuma con pala incansable párrafos de sus
libros, de sus conferencias, interpreta con prejuicio —¿existe otra manera?— ,
erige un tribunal, condena, se pregunta: "¿Es el filósofo, o el nazi quien
define al pueblo alemán como el pueblo metafísico por excelencia?" Arriesgaría a decir que Lévy
acusa tan duramente a Heidegger para exculpar a Sartre. Las acusaciones a ambos
filósofos no me parecen sensatas. En primer lugar porque creo que un filósofo
debe escribir o pensar con absoluta libertad. En hombres como Céline o Sartre o
Heidegger esa caótica corriente llamada pensamiento encuentra un modo de
manifestarse. Un hombre jamás es íntegro. Si lo es o dice serlo está mintiendo.
Termino esta breve
consideración acerca de El siglo de Sartre añadiendo que se trata de una obra honrada.
Coloca a Sartre en medio de nosotros. Nos devuelve un poco de esa humanidad
extraviada en el tecnicismo filosófico y en la comprensible renuncia del
sujeto. Todos los filósofos o escritores que se relacionaron con Sartre o lo
influyeron se dan cita en las páginas del libro. De Bergson a Foucault, de Gide
a Camus. Incluso nos encontramos con analogías extravagantes, como esa
forzadísima que supone influencias de Joyce en el filósofo francés. Extrañamos
algunas necesarias alusiones a Shopenhauer y a Habermas, pero como dice el
mismo Lévy acerca de Sartre, no podemos reprocharle lo que no escribió. Por
momentos se tiene la sensación de estar leyendo la novela acerca de un hombre
que no supo diferenciar entre pensamiento y vida escrita por otro hombre que no
distingue el pensamiento de la pasión. Es literatura a propósito de la
filosofía. Es el comentario desplegado con la maestría de un heterodoxo. En
ocasiones su estilo se corrompe con el delirio de su propia voz. Es una
escritura que se desea arte antes que precisión. El siglo de Sartre acusa también una nostalgia por los
grandes filósofos, por aquellos que decidieron echarse en la espalda la
responsabilidad de pensarlo todo. Hoy, en este mundo saturado de profesores
especializados que no se aventuran a dar un paso por sí mismos, bienvenido
nuevamente, Sartre.