domingo, 1 de noviembre de 2015

LOS HILOS

Una pregunta ha sido constante en el pensamiento menos conformista de la historia humana. Plantearla es algo bastante sencillo: “¿Quién carajo mueve los hilos?” El “carajo” puede ser evitado, pero le otorga a la pregunta un rasgo de dramatismo e impotencia muy convenientes a su importancia. No aludo a los hilos que el desprestigiado y ordinario poder político utiliza para preservarse; ni tampoco a los encantos femeninos que una vez desatados convierten a un hombre en un ser ridículo, animal y fantasioso. Si pongo en la mesa la pregunta es porque no conozco las razones por las que cierto día solicito al mesero que me sirva una cerveza clara y en la tarde siguiente le demando un vaso de cerveza oscura. ¿Por qué de pronto me levanto de la cama, doy un paseo por la cocina y vuelvo con las manos vacías? ¿Quién o qué mueve los hilos de esos actos o decisiones? Freud tuvo una amplia oportunidad de responder a la pregunta, pero tornó los hilos aún más invisibles. Los religiosos han hecho lo suyo, al igual que los evangelistas de la neurociencia, los materialistas científicos e incluso los futbolistas cuando hacen profundas y sopesadas declaraciones ante una multitud ávida de escucharlos. Y la verdad es que tampoco sabemos por qué debemos creerle a un astrónomo y no a un astrólogo, ni por qué alguien se dedica a la literatura cuando podría administrar los negocios de su familia. El problema sigue vigente y debido a que la pregunta no tiene lugar aunque esté allí, es sabio no abundar demasiado en ella y mucho menos preocuparse por contestarla. Sin embargo, lo que resultaría ingrato y algo descuidado sería ignorar que esos hilos existen y que nadie tiene la menor idea de quien los mueve. La respuesta del tipo: “Los hilos no existen” está descartada pues nadie puede probar tal inexistencia a no ser que, de un momento a otro, ese uno se convierta en piedra o en elote, y entonces no sea ya capaz de preguntarse absolutamente nada. Pasaré por alto que hoy vivimos en el reino de los elotes, pues ello es harina de otro costal. Y hay que concentrarse.
     Un jueves pasado me invitaron a una comida en la Fundación Alumnos 47 con motivo de la puesta en marcha hace unos meses de un blog de crítica en el que participé por medio de una colaboración (www.blogdecritica.com). Quien me conoce sabe que yo en las comidas no pruebo alimentos, acaso bebo licores de varios tonos, escucho lo que otros dicen y disfruto de la compañía de quienes se encuentran en la mesa, si tal compañía es buena o medicinal. La comida transcurrió sosegada y durante la charla se me ocurrió este asunto trascendental de los hilos; no sé exactamente el por qué de la ocurrencia y no haré una pregunta tan burda como: “¿Quién mueve los hilos para que pensemos en los hilos?” Me trataba de convencer de que la crítica de la moral y de las artes en general (los juicios descriptivos y también los que tratan sobre el bien y el mal) se lleva a cabo por medio de palabras o de un lenguaje articulado, no mediante el movimiento de la danza o el sonido de los estornudos. Me imaginé a un crítico improbable explicando las relaciones entre el mercado, la producción, la técnica y el arte por medio de una danza rusa (la kamárinskaya, por ejemplo) y esa sola imagen me intimidó y al mismo tiempo me despertó la risa. Es verdad, casi nadie me hace reír tanto como yo mismo; y basta para ello que me entren deseos de llorar. Nada me da tanta risa como querer llorar. Todos los relatos (literarios, críticos, científicos) que conozco son añadiduras u apostillas a un hecho que no sabemos cuando comenzó. Eso, al menos, me parece evidente. ¿Pero quién mueve los hilos del pensador crítico a la hora de expresarse? ¿El conocimiento proveniente de sus lecturas, estudios, investigaciones, mas su personal afición a la reflexión? ¿O quizás su capacidad de ser intermediario entre un dios intuido (el arte, el sentido, la historia, etc…) y los simples mortales que lo queremos aprehender o comprender? No sé, y además la pregunta es tan absurda y fuera de lugar en este diario que ofende al sentido común.
     En su reciente obra Marienbad eléctrico, Enrique Vila-Matas escribe:  “…haré bien en recordarme a mí mismo que a veces noto que alguien me guía. Esto es así y no puedo ocultarlo ni decir que sea de otra forma. Alguien mueve hilos por ahí.” Y aunque se resiste a ser guiado, el narrador se da cuenta de que a veces los hilos le abren perspectivas nuevas e insospechadas. A muchos nos llega a ocurrir algo así: nos resistimos a ser guiados, pero al final cedemos a los famosos —y para este momento antipáticos— hilos. Cuando uno escribe o hace crítica cree dominar el movimiento de su pensamiento, pero sabemos que un personaje — o varios— incómodo e invisible está detrás de nosotros haciendo de las suyas. Y a veces esta especie de demiurgo lo lleva a uno por buen camino, y otras veces no. Viene a mi memoria el recuerdo de J.G Hamann que en el siglo XVIII buscaba y ansiaba encontrar un lenguaje libre de la gramática, es decir de lo superfluo (la palabra glamour proviene de la misma raíz griega que gramática). Su desesperado anhelo romántico lo convirtió en un ser estrafalario y creativo al mismo tiempo. Pero no hay que detenerse en él por ahora. Lo que deseo dejar claro —o más oscuro— es que ya sea con ayuda de la gramática, o sin ella, es posible crear sentido, gravedad y cuerpo (algo que nos persuada de algo) en un escrito que trate acerca de lo que sea —del cilantro o del arte— y esperar a que el señor de los hilos se ponga de nuestra parte.              


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 19 de octubre de 2015.