
Antes de que alguien se considere un
libertador o defensor a ultranza de cualquier causa, primero debería mostrar
sus dotes de humanismo (credenciales, sí), su capacidad de tolerancia y sus
reales propósitos de extender la libertad. ¿Qué clase de libertad? La que supone
construcción de límites inteligentes y no un elemental salto de obstáculos o un
mero quitarse de encima lo estorboso. Esta última clase de libertad terminaría siendo parecida a un torbellino que lo arrasa todo
y destruye cualquier edificación. Un misántropo (no misógino) como lo soy yo,
testigo de la lluvia actual de consignas extremistas o fascistas de cualquier
clase, y luego de cavilar y mirar de cerca el asunto, responde siempre al guiño
fascista alzando la voz y diciendo: “No estoy de acuerdo”. (Tal parece que la dulce ataraxia me está
vedada).
Cuando pienso en El libro de Genji
escrito en el siglo XI por la escritora japonesa doña Musaraki; o en Marie de
Gournay, escritora y ensayista audaz del siglo XVI y quien vivió una de las
épocas más oscuras y sangrientas consecuencia del antagonismo religioso europeo;
o me detengo en todas aquellas mujeres cuya obra artística o talento científico
o filosófico ha sido notable (Susan Greenfield, Carson McCullers, Inés
Arredondo, Virginia Woolf, Hannah Arendt, Martha Nussbaum… y un agotador
etcétera) no se me ocurre compararlas u oponerlas a los hombres (como si todas
ellas conformaran una entidad sin fisuras o un concepto sólido) porque tal
hecho representaría, ya en sí, un desacato racional e intuitivo colmado de una
candidez insoportable a mi edad. Hacerlo no haría más que aceptar las reglas de
un juego y estado opresivo: la división de un mundo despótico entre hombres y
mujeres que rivalizan haciendo a un lado la existencia de individuos y seres singulares.
Resistirme a abordar al arca de Noé me hace más libre y me da distancia para
observar y actuar. Si ustedes leen en París
era una fiesta, de Ernest Hemingway la sacudida y aporreo que le da
Gertrude Stein al más famoso de los escritores de la Generación Perdida,
comprenderán a lo que me refiero. La señora Stein daba unos juicios abominables
respecto al sexo, que dejaban temblando a todo París; sin embargo, había
experiencia, sabiduría y arte en sus juicios, por demás tajantes. Uno puede
estar de acuerdo con ella o no, pero eso carece de importancia cuando se piensa
que ni Stein ni Hemingway se deseaban mutuamente la horca.
No
veo más enredo: mujeres, hombres y géneros restantes tienen que gozar de
igualdad ante las leyes cuya redacción o contenido ha de tomar en cuenta la
especificidad propia de cada minoría. En una democracia efectiva el respeto por
las minorías o por quienes son diferentes
le otorga calidad a las mayorías. Que un rinoceronte apelmazado como Trump —por
ejemplo— encarne él mismo en un disparate racista, misógino y ordinario ha
alentado una respuesta feroz legítima, pero que no tendría por qué ser
extendida al resto de los hombres que no se comportan como él. Quien cometa
este elemental tropiezo, mezcle sin medida y lance piedras a ciegas se descubrirá
a sí mismo como un extremista cuyos motivos de lucha seguramente estarán velados
a los demás por ser profundamente subjetivos. No conozco una especulación o
filosofía de la mente respetable que divida a la conciencia o al sujeto de la
experiencia en rosa o en azul. Su trabajo es examinar el yo y sus vaivenes epistemológicos, no decirnos que un cerebro es
mejor que otro. ¿Y que sucede en la realidad? ¿En el mundo cotidiano y
callejero?, habrán de preguntarme. Me parece evidente que un hombre que acosa,
hace uso y obtiene provecho de su fuerza bestial y humilla a las mujeres es, civilmente,
un criminal. Y “hay que darle”, como diría mi madre.
Guillermo Fadanelli