Un
jueves pasado me invitaron a una comida en la Fundación Alumnos 47 con motivo
de la puesta en marcha hace unos meses de un blog de crítica en el que
participé por medio de una colaboración (www.blogdecritica.com). Quien me conoce sabe que yo en las
comidas no pruebo alimentos, acaso bebo licores de varios tonos, escucho lo que
otros dicen y disfruto de la compañía de quienes se encuentran en la mesa, si
tal compañía es buena o medicinal. La comida transcurrió sosegada y durante la
charla se me ocurrió este asunto trascendental de los hilos; no sé exactamente el
por qué de la ocurrencia y no haré una pregunta tan burda como: “¿Quién mueve
los hilos para que pensemos en los hilos?” Me trataba de convencer de que la
crítica de la moral y de las artes en general (los juicios descriptivos y también
los que tratan sobre el bien y el mal) se lleva a cabo por medio de palabras o de
un lenguaje articulado, no mediante el movimiento de la danza o el sonido de
los estornudos. Me imaginé a un crítico improbable explicando las relaciones
entre el mercado, la producción, la técnica y el arte por medio de una danza
rusa (la kamárinskaya, por ejemplo) y
esa sola imagen me intimidó y al mismo tiempo me despertó la risa. Es verdad,
casi nadie me hace reír tanto como yo mismo; y basta para ello que me entren
deseos de llorar. Nada me da tanta risa como querer llorar. Todos los relatos
(literarios, críticos, científicos) que conozco son añadiduras u apostillas a
un hecho que no sabemos cuando
comenzó. Eso, al menos, me parece evidente. ¿Pero quién mueve los hilos del
pensador crítico a la hora de expresarse? ¿El conocimiento proveniente de sus
lecturas, estudios, investigaciones, mas su personal afición a la reflexión? ¿O
quizás su capacidad de ser intermediario entre un dios intuido (el arte, el
sentido, la historia, etc…) y los simples mortales que lo queremos aprehender o
comprender? No sé, y además la pregunta es tan absurda y fuera de lugar en este
diario que ofende al sentido común.
En su reciente obra Marienbad eléctrico, Enrique Vila-Matas escribe: “…haré bien en recordarme a mí mismo que a
veces noto que alguien me guía. Esto es así y no puedo ocultarlo ni decir que
sea de otra forma. Alguien mueve hilos por ahí.” Y aunque se resiste a ser
guiado, el narrador se da cuenta de que a veces los hilos le abren perspectivas
nuevas e insospechadas. A muchos nos llega a ocurrir algo así: nos resistimos a
ser guiados, pero al final cedemos a los famosos —y para este momento
antipáticos— hilos. Cuando uno escribe o hace crítica cree dominar el
movimiento de su pensamiento, pero sabemos que un personaje — o varios— incómodo
e invisible está detrás de nosotros haciendo de las suyas. Y a veces esta
especie de demiurgo lo lleva a uno por buen camino, y otras veces no. Viene a
mi memoria el recuerdo de J.G Hamann que en el siglo XVIII buscaba y ansiaba encontrar
un lenguaje libre de la gramática, es decir de lo superfluo (la palabra glamour proviene de la misma raíz griega
que gramática). Su desesperado anhelo
romántico lo convirtió en un ser estrafalario y creativo al mismo tiempo. Pero
no hay que detenerse en él por ahora. Lo que deseo dejar claro —o más oscuro—
es que ya sea con ayuda de la gramática, o sin ella, es posible crear sentido,
gravedad y cuerpo (algo que nos
persuada de algo) en un escrito que
trate acerca de lo que sea —del cilantro o del arte— y esperar a que el señor de los hilos se ponga de nuestra
parte.
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 19
de octubre de 2015.