martes, 27 de octubre de 2015

BAILAR CON UNA EXTRAÑA


Es tal vez una de las novelas más barrocas o rebuscadas de Norman Mailer; se llama Los hombres duros no bailan. Un verdadero y agotador tour de force. Leí la novela hace más de 20 años y esa lectura me dejó dos manías que practico desde entonces: acostumbro llamarle diamantes a los hielos y cuando una mujer quiere bailar conmigo le digo: “Chica… los duros no bailamos.” Así es: en la barra de un bar suelo indicarle al cantinero: “Sírvame un vodka solo y súmele dos diamantes.” Y nunca bailo si no es porque me obligan a ello: sea a causa de alguna sustancia eufórica o por la insistencia de una mujer bella y terca. Yo me defiendo: “El movimiento es el principio del mal.” “Me gustaría declarar un estate quieto universal.” “Déjame en paz, maldita drogadicta.” Por lo regular mi negación resulta, excepto por el huracán de la belleza terca: mujeres que bailan y cierran los ojos (no las culpo).
     Es destino cómico o una paradoja que las bailarinas me causen tanta atracción. A Louis-Ferdinand Céline las bailarinas lo trastornaban: sus piernas firmes, su educado narcisismo, su amor por el espejo, la disciplina que muestran en la cama, todo aquello que acompaña el cuerpo de una bailarina volvía indefenso al escritor francés. Casi todas sus amigas eran bailarinas. Lo que a mí me disgusta de ellas es su alma de soldado y de campesino madrugador, pero de alguna manera tienen que esmerarse en su oficio. “Los hombres duros no bailan”, ésta es la sentencia que le robé a Mailer. Y en alusión a uno de estos hombres duros, confesaré que también he plagiado a Clint Eastwood. Sí, cuando alguien me reprocha mi infidelidad o cambio de temperamento repito la oración de Eastwood: “Si quieres una garantía, cómprate un tostador.”
     El hurto de aforismos no desmiente mi fobia por el baile. El pudor ha sido desterrado a otro planeta y casi todos desean exhibirse o mostrar en público el placer que experimentan al moverse. El rincón, la sombra y la quietud me parecen más amables. En una entrevista que le hizo Buzz Farbar acerca del matrimonio, Norman Mailer, hombre fiel que se casó seis veces, dijo que a su edad —en ese entonces 50 años— podría sufrir un ataque al corazón en cualquier momento y que le parecería absurdo morir al lado de una extraña, una prostituta o cualquier otra mujer. Así que prefería serle fiel al matrimonio. Cuando recuerdo esta entrevista  —se encuentra en el libro Pontificaciones: conversaciones con Norman Mailer—,  me digo a mí mismo: ya estoy en edad para morir a causa de un infarto y no me gustaría hacerlo bailando con una extraña. Prefiero quedarme quieto y mirar el ridículo movimiento de los cuerpos temblorosos. Y si el infarto viene en la quietud, entonces será bienvenido. (No obstante mi desplante, soy infiel a casi todos mis principios y si una bella extraña, necia y obstinada mujer quiere bailar conmigo podría hacer una excepción y aceptar; no sin antes pedir un vodka doble con dos diamantes).