sábado, 31 de octubre de 2015

MARIONETAS


La semana pasada tenía yo la intención de escribir algo en esta columna parecido a lo que viene a continuación, mas preferí publicar una ficción basada en mis recuerdos de niño. Escribir ficción posee un efecto medicinal en mí, puesto que me cura de la necesidad intelectual de reflexionar acerca de las cosas que me importan, o que creo me importan. A menudo me veo repitiendo que la ficción es la única mentira en la que realmente creo, pero temo que tal aseveración sea sólo una deformación de oficio, como le dicen. No importa: cada día que se sucede en su breve infinitud me albergo en esa bondadosa mentira que solemos llamar literatura de ficción. Lo contrario me resulta cada vez más incómodo: escribir y hacer públicas mis opiniones. Hace varios días, una amiga muy querida me pidió auxiliarla en la escritura del epitafio que se inscribiría en la tumba de su abuela. Me sentí fuera de lugar e incapaz de brindar alguna clase de ayuda porque, pese a que el aforismo es un género donde me siento en casa, no tenía yo ningún derecho a inmiscuirme en la señal escrita y póstuma de una persona que acaba de morir y que no conocí a profundidad. Me incliné por el silencio y dejé sola a mi amiga cumpliendo con esa compleja y definitiva responsabilidad.
     Después, y todavía apenado o frustrado por mi renuncia a ser cómplice de mi amiga en asunto tan personal, me encontré con una cita de Fernando Savater en su Diccionario filosófico y en el apartado destinado a la palabra o al concepto “Estupidez.” Vale la pena transcribirlo: “Un buen test para detectar los estragos en nosotros, intelectuales, de la estupidez, es preguntarnos sinceramente si aún podemos contestar a quien nos inquiera qué hemos hecho frente a los terribles males del mundo con la cuerda modestia de Albert Camus: Para empezar, no agravarlos.” ¿Quiere el intelectual ayudar a remediar los males del mundo?, entonces lo primero que podría hacer es no agravarlos. Luego de cavilar al respecto pensé que tal podría ser un epitafio adecuado para cualquier persona que durante su vida no haya causado demasiado daño a los demás: “No agravó los problemas del mundo.”
     Yo quisiera creer que un intelectual es una persona que no agrava la penuria de quienes lo rodean, sino que la comprende, reflexiona en ella, utiliza su capacidad racional e imaginativa para crear soluciones y alternativas a la realidad concreta de la supervivencia. Pero no es mi finalidad ahora dar alguna definición, y menos exhaustiva, de lo que es un intelectual y menos de lo que significan los conceptos o las ideas. Aun así sospecho que un intelectual tiene la obligación de no ser demasiado estúpido, de expresarse lo más claramente posible y comprender que la inteligencia misma no es más que una capacidad relativa. Los ateos no tenemos noticias de ninguna inteligencia omnipresente o definitiva que nos abarque. La misma idea de inteligencia es metafórica y abstracta, literaria y fantasiosa, lógica e introspectiva, subjetiva y estadística. Uno tendría que esforzarse en hacer las preguntas correctas y en no desperdiciar su erudición respaldando opiniones o ideas que no va a poner en riesgo a la hora de conversar o discutir. Hay que esperar a ser convencido. En otras palabras, creo que esforzarse por construir las preguntas adecuadas tomando en cuenta la complejidad que reviste cualquier asunto mundano no es un ejercicio sencillo. Una vez que, si tenemos suerte y paciencia, hemos llegado a hacernos buenas preguntas, entonces las respuestas caerán del árbol por sí solas.
    Al respecto y porque tiene relación con los párrafos anteriores, cito un libro de John Gray cuyo título es sugerente: El alma de las marionetas. Es un libro algo deshilvanado, pero convincente si uno no ha profundizado, por ejemplo, en el gnosticismo de principios de la era cristiana hasta su nuevo repudio neoplatónico encabezado por Plotino. Sin embargo, se trata, el libro, y me parece loable, de un esfuerzo por ahondar en el concepto de libertad e intentar mostrar que los seres humanos, aun siendo movidos por hilos que ellos no dominan, poseen, en la tierra, en su vida cotidiana y en su ser marionetas la posibilidad de conocer una libertad relativa y no absoluta como a la que aspiraban los gnósticos. En opinión de Gray, tanto los materialistas como los científicos ortodoxos representan una especie de gnosticismo actual, puesto que creen haber revelado las verdades fundamentales del universo. Y escribe: “Los racionalistas, tecnofuturistas y evangelistas de la evolución. Todos ellos fomentan el proyecto de expulsar el misterio de la mente.” Gray insiste en que busquemos la libertad en cuestiones y hábitos comunes y humildes. Hay algo de ascetismo místico en su filosofía cuando pregona que sólo criaturas tan imperfectas e ignorantes como los seres humanos pueden llegar a ser libres, mas sólo si renuncian a explicarlo todo desde una conciencia absoluta y aceptan su condición efímera y limitada: su condición de marionetas que no mueven los hilos. En otras palabras, las mías, sería deseable que los seres humanos no agravaran más los problemas del mundo con su pedantería lógica y tecnocrática, ni con su afán evangélico de difundir ideologías definitivas. ¡Qué alivio el que así fuera!        

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 12 de octubre de 2015.
     

viernes, 30 de octubre de 2015

BENDITA ESCORIA

--> El odio es una hermosa pista de patinaje. Y si careces de la mínima destreza para mantenerte erguido en su superficie entonces aléjate de la pista. De lo contrario te la pasarás de nalgas buena parte de la vida. Administrar el odio es una virtud y una habilidad invaluable. Yo odio casi todo lo que se mueve. Sospecho que, tarde o temprano, el movimiento te causará daño. Sé que la quietud y los objetos inmóviles pueden llegar también a enloquecerte, pero enloquecer puede ser considerado un atributo y un camino a la libertad. Ningún cerebro piensa normalmente: eso es una invención. La normalidad es una patraña que inventan los tiranos de toda clase.
     Estoy escribiendo ahora de manera algo abstracta, cuando en realidad el odio más genuino es el que te despiertan los seres concretos o de carne y hueso. Desde Aristófanes, pasando por los filósofos medievales como Guillermo de Occam, hasta Wittgenstein y los lingüistas modernos, sabemos que una cosa es la belleza y otra muy diferente son los objetos bellos. Yo, amante del odio, detesto la tacañería, pero la palabra tacañería pierde peso y abstracción cuando te enfrentas a un tacaño en persona. Carajo. Me entran unos peligrosos deseos de estrangularlo. Los tacaños de carne y hueso, de pelo y zapato, emergen del vientre de una rata muerta (allí duermen), son como el estornudo de un moribundo, y cuentan sus monedas como los últimos pelos del cráneo. Me son hostiles, mas como afirmé en un principio sé patinar con tranquilidad en pistas riesgosas. Los dejo pasar y continuar con su misión de hacernos la vida más amarga. No amo a mis semejantes porque no son mis semejantes, quiero decir.
     Es un lugar común —y por ello casi inobjetable—, decir que uno bebe con el fin de soportar a los antipáticos y volverlos más agradables. No hay nada tan serio y cierto. Sin embargo, yo no necesito beber para aminorar el odio. Sonreír no es aceptar. Llevo a grados de enfermedad la cortesía y la capacidad de desatenderme. Y, pese a mis precauciones, los tacaños, los políticos retóricos, los emprendedores idiotas, los puritanos y vigilantes de la moral ajena, me despiertan no ganas de beber, sino de lanzar un par de puñetazos a sus concretas barbillas. Si estos personajes, que han nacido odiosos, me despertaran deseos de echarme un trago correría primero a estrecharles la mano: “Benditos sean, jodidos miserables, escoria, por sembrar en mí los deseos de embriagarme.” E.M. Cioran consideraba normal odiar a la mayoría de sus contemporáneos. No quisiera dudar aquí del odio que consumía al escritor rumano a quien, por fortuna, no conocí en persona. Y no obstante que admiro sus libros dudo mucho que haya odiado con tanta energía como yo lo hago (exagero, seguramente). Cioran era tan buen escritor que no podía odiar con profundidad. La buena literatura limpia el excusado a donde van a acabar las pasiones. Y eso no tiene vuelta.  

jueves, 29 de octubre de 2015

CHINCHES Y LOBOS

“Si el hombre no comiera carne no habría soldados.” “Los hombres que comen carne han de pensar y actuar con avidez de sangre.” Leí lo anterior en una novela de Georg Groddeck. Y me dije: es verdad. También pensé que una guerra entre vegetarianos podría ocurrir. Las papas contra las lechugas. De todos modos sería una guerra sangrienta porque los contrincantes no se arrojarían papas, sino que se matarían entre sí usando armas: desde cuchillos cebolleros hasta Kalashnikov. La famosa sentencia de Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”, podría reducirse a: “El hombre es el lobo.” Y ya. Nadie es el lobo más que el hombre. Fue lo que dije en una entrevista a una mujer madura que me miraba con cierta repugnancia. Ella vivía en Polanco y el tráfico que había encontrado para llegar a la entrevista la había puesto de muy mal humor. Entrevistar a un escritor detestable es una cosa, pero atravesar la ciudad —es decir: Polanco— era ya demasiado esfuerzo. Al principio de la charla confundí su repugnancia con una torva curiosidad, pero cuando terminamos, ella me dijo abiertamente: “Todo lo que usted dice se debe a que no tiene hijos. El mundo es negro e inhóspito para usted por esa razón. Si tuviera un hijo el mundo se iluminaría.” Tal cosa dijo. Yo enmudecí durante algunos segundos antes de decir tímidamente: “Hace poco hubo una plaga de chinches en Polanco, estaban en todos lados, las chinches.” Era verdad puesto que lo había leído en el periódico; y como yo pertenezco a la vieja guardia de los vivos creo que todo lo que leo es verdad, incluso si viene en sánscrito.
     Cuando digo “verdad”, me refiero, por supuesto, a una forma depurada de la mentira, es todo. ¿Por qué pensé en las chinches? Porque en ese momento una aguda picazón atacó mi brazo derecho. Me rasqué, discretamente. Entonces recordé a Juan Jacobo Rousseau, el filósofo, el culpable de la Revolución Francesa, de los hippies y de la contracultura, recordé que tuvo cinco hijos y que a todos ellos los envío al hospicio. Lo recordé a él precisamente porque acababa de leer sus Confesiones. Y dije a la entrevistadora: “Si tuviera un hijo lo enviaría a un hospicio. Presiento que me “iluminaría” tanto que acabaría yo ciego.” Ella se fue, harta y convencida de su diagnóstico y de sus verdades. Un hombre que se rasca el brazo mientras dice tonterías no vale la pena de ser entrevistado. Yo me tomé un trago más y pensé en que Groddeck, ese escritor amigo de Freud, había inventado un método infalible para acabar con las chinches: “Mata cada chinche que encuentres, y cuando hayas matado la última, ya no quedará ninguna.”
     Sabemos que Jonathan Swift sugirió que, para acabar con el hambre en Irlanda, había que comerse a los niños. Es célebre el ensayo satírico donde hizo pública su idea: Una modesta proposición, se llamaba el ensayo; y todavía es leído con humor y escabroso placer. Pero hay quien se lo ha tomado en serio y muestra repugnancia por dicha literatura, como era el caso de la entrevistadora. Yo no tengo hijos porque no quiero enviarlos a un hospicio, es decir a una ciudad como el DF o Bogotá. Y, por supuesto, no me los comería.
     La pura realidad es que me apena dar entrevistas, sólo un idiota da entrevistas, es decir un hombre fuerte o un millonario, pero yo soy un hombre nacido en vano, pienso, y digo, maldita bruja, la entrevistadora, seguramente tiene varios hijos “iluminadores.” Vaya luz la que provendrá de su casa. Y los tragos seguían llegando a mi mesa.              

miércoles, 28 de octubre de 2015

CANCIONES PARA SILBAR


Ayer en la madrugada, al pie de la letra y de la cama, se me vino la noche encima. Se interrumpió la señal de cable y mi televisión entró en un hoyo negro del que no ha logrado escapar. ¿Y yo? Desesperado, miedoso, rodeado de libros, como si me hubieran arrojado en medio de una selva hostil y desconocida. A las cuatro de la mañana el insomne no tiene a nadie, su soledad es absoluta, es incapaz de leer o pensar con claridad, y en su cabeza los cadáveres despiertan y comienzan a roer la manzana. En cambio, si la pantalla funciona, te olvidas de los remordimientos y de las acciones por las que se te considera una mala persona. Haces a un lado la sospecha de que tu vida no tendrá un buen final y entras en un coma inducido. Toneladas de basura y excremento desfilan ante tus ojos: series policiacas cuya trama un perro educado y bien comido podría resolver; lluvia de disparos y autos que no cesan de perseguirse; la esencia de la escoria humana, de la carne parlante; las celebridades y su alfombra roja —sangre cerebral—, allí, ante mis ojos ebrios y a medio cerrar.
     ¿Alguien recuerda la serie que tenía como estrella principal al caballo Mr Ed, el caballo con voz humana, o a la Mula Francis? (Ya sé, es asunto de viejos, pero el que desee saber más de la Mula Francis que lea el primer capítulo de Crackpot, las obsesiones de John Waters). Éstos eran animales reales, y para simular que hablaban les ponían terrones de azúcar entre los belfos; entonces los equinos torcían el hocico y te daban algún sermón. Tal vez por ello me he imaginado que a todos esos humanos que parlotean en televisión les han colocado terrones de azúcar en las encías, y entonces simulan hablar. Y mientras cambio de un canal a otro, cada veinte o treinta segundos, ruego a los señores del cielo no encontrarme con ningún programa de arte o frente a una buena película, porque entonces no podré dormir. Deberé poner la atención debida y la somnolencia se marchará. Volveré a la cárcel que habita todo ser consciente y animado.
     En una novela de Budd Schulberg —El desencantado— el personaje central, un viejo escritor alcohólico y diabético, Manley Halliday, dice que a él no le gusta la música con demasiados retoques artísticos y por ello prefiere canciones que se puedan silbar. Eso es: canciones que se puedan silbar. En mi caso sucede algo parecido: en la madrugada quiero silbar, huir del excusado en que vivo y silbar hasta quedarme dormido. A esa hora de la madrugada comprendo porque John Cage prefería el plano de una casa a la casa construida. Una casa real es insoportable, tienes que cerrar puertas y ventanas, limpiar, llenarla con muebles y tener una cocina. ¡Una cocina! Eso sí que es estar jodido. Resulta más sabio imaginar, como Cage, una casa en vez de poseerla. El zapping es lo más parecido a tener un plano de la miseria humana en lugar de la miseria en concreto: un verdadero inductor de sueño. Por esta razón, cuando anoche la pantalla de la televisión oscureció, sobrevino la angustia y comencé a caminar de un lado a otro junto a los cadáveres que están enterrados en mi memoria. ¿Cómo estás, mamá?
    Manley Halliday, el personaje ya citado, había sido alguna vez joven, pero hablaba de sí mismo como si tuviera diez años de muerto. Qué hombre tan respetable. Al lado de todos aquellos que aman su porvenir, Halliday hablaba de sí en pasado: era un muerto que buscaba ganarse unos pesos en Hollywood, en el cementerio Hollywood, la letrina, el retrete de los sueños humanos, allí donde la Mula Francis fue alguna vez la estrella más lúcida y más simpática de entre todos los artistas. No ganó un Oscar, pero cuántos terrones de azúcar disfrutó. Sé que estoy divagando, pero mientras no reparen mi televisión no volveré al túnel de la duermevela, al estado de ambigüedad y bella perturbación que merecemos los hombres que escribimos historias, como Budd Schulberg, quien describió a una persona como un muro de piedra que no paraba de sonreírte, ¿cuántos muros sonrientes habré conocido en mi vida? Muchos. Y no me interesa ir más allá.    

martes, 27 de octubre de 2015

BAILAR CON UNA EXTRAÑA


Es tal vez una de las novelas más barrocas o rebuscadas de Norman Mailer; se llama Los hombres duros no bailan. Un verdadero y agotador tour de force. Leí la novela hace más de 20 años y esa lectura me dejó dos manías que practico desde entonces: acostumbro llamarle diamantes a los hielos y cuando una mujer quiere bailar conmigo le digo: “Chica… los duros no bailamos.” Así es: en la barra de un bar suelo indicarle al cantinero: “Sírvame un vodka solo y súmele dos diamantes.” Y nunca bailo si no es porque me obligan a ello: sea a causa de alguna sustancia eufórica o por la insistencia de una mujer bella y terca. Yo me defiendo: “El movimiento es el principio del mal.” “Me gustaría declarar un estate quieto universal.” “Déjame en paz, maldita drogadicta.” Por lo regular mi negación resulta, excepto por el huracán de la belleza terca: mujeres que bailan y cierran los ojos (no las culpo).
     Es destino cómico o una paradoja que las bailarinas me causen tanta atracción. A Louis-Ferdinand Céline las bailarinas lo trastornaban: sus piernas firmes, su educado narcisismo, su amor por el espejo, la disciplina que muestran en la cama, todo aquello que acompaña el cuerpo de una bailarina volvía indefenso al escritor francés. Casi todas sus amigas eran bailarinas. Lo que a mí me disgusta de ellas es su alma de soldado y de campesino madrugador, pero de alguna manera tienen que esmerarse en su oficio. “Los hombres duros no bailan”, ésta es la sentencia que le robé a Mailer. Y en alusión a uno de estos hombres duros, confesaré que también he plagiado a Clint Eastwood. Sí, cuando alguien me reprocha mi infidelidad o cambio de temperamento repito la oración de Eastwood: “Si quieres una garantía, cómprate un tostador.”
     El hurto de aforismos no desmiente mi fobia por el baile. El pudor ha sido desterrado a otro planeta y casi todos desean exhibirse o mostrar en público el placer que experimentan al moverse. El rincón, la sombra y la quietud me parecen más amables. En una entrevista que le hizo Buzz Farbar acerca del matrimonio, Norman Mailer, hombre fiel que se casó seis veces, dijo que a su edad —en ese entonces 50 años— podría sufrir un ataque al corazón en cualquier momento y que le parecería absurdo morir al lado de una extraña, una prostituta o cualquier otra mujer. Así que prefería serle fiel al matrimonio. Cuando recuerdo esta entrevista  —se encuentra en el libro Pontificaciones: conversaciones con Norman Mailer—,  me digo a mí mismo: ya estoy en edad para morir a causa de un infarto y no me gustaría hacerlo bailando con una extraña. Prefiero quedarme quieto y mirar el ridículo movimiento de los cuerpos temblorosos. Y si el infarto viene en la quietud, entonces será bienvenido. (No obstante mi desplante, soy infiel a casi todos mis principios y si una bella extraña, necia y obstinada mujer quiere bailar conmigo podría hacer una excepción y aceptar; no sin antes pedir un vodka doble con dos diamantes).